El monte Faro de Vimianzo es lugar de misterios y escenario de leyendas y de cuentos de lobos, pero también el más dulce del Finisterre. Durante siglos albergó decenas de alvarizas monumentales ahora olvidadas.
27 abr 2021 . Actualizado a las 19:15 h.No es un monte, es un mundo. Los caballos pastan libres y son compañeros del viento en estos parajes, en los que un día se perdió una niña y los habitantes de los alrededores se pusieron a buscarla. Se quedó dormida y despertó en el cielo, como dijo el cura en el entierro. Fue entonces, en aquella búsqueda, cuando emergieron alvarizas monumentales que los más viejos recordaban, pero que quedaron cubiertas de nuevo por el olvido y los tojos. Auténticas alhajas etnográficas esparcidas por el Faro y otros montes del entorno que vuelven a la actualidad por el esfuerzo de gentes como la muxiana Carmen Toba Trillo, que las busca con ahínco, o el carantoñés Manuel Oanes, un trotador de los bosques al que ni los tojos de dos metros ponen freno.
Hay más de dos docenas de estos colmenares de viejo en el Faro y sus alrededores, como Castrobuxán u O Foxo. Se expanden a las orillas de regueros susurradores, a veces ocultos entre las arboledas y la vegetación que creció libre de la mano del hombre durante decenios y a veces alborotados bajando acelerados entre rocas e incluso formado pequeñas cascadas. Son el Rego das Borrallas y el Rego Mourelo. Y justo donde casan ambos está la reina de todas, en una parcela del monte Aberto, con acceso más fácil desde Carantoña. Junto a un pequeño puente de piedra permanece casi inalterable una majestuosa construcción rural de 224 metros cuadrados en un entorno dominado por eucaliptos y pinos y salpicado por sauces y boj. Se respira recogimiento y primavera oculta. En el interior, una especie de construcciones de inspiración dolménica se disponen en seis filas de losas. A su abrigo, en el interior aún quedan viejos cilindros de corcho o piezas rectangulares de madera. Suman alrededor de un centenar estos habitáculos y en el interior de algunos de ellos aún permanecen abejas aventureras. A la edificación principal se le une otra anexa en la que se dejaba el caballo mientras los dueños operaban en las colmenas.
Siguiendo Rego Borrallas arriba, y navegando entre un mar de maleza, hay otras siete más. Ya a pocos metros hay otro ejemplar, arquitectónicamente menos sofisticado. En este caso la estructura es lineal. La tercera vuelve a ser grandiosa y está adornada por un peral silvestre en flor. Es otro cercado bien forjado de cantería y portal de acceso, justo donde el Borrallas se hace más cantarín y en los días de lluvia del invierno forma pequeñas cascadas. En el interior, muchas de las campas o filas de losas desaparecieron ya o están ocultas debajo de la maleza. Hay cinco más aguas arriba, de distinto porte e importancia, algunas explotadas hasta tiempo reciente. Siguiendo el otro riachuelo, la pequeña cuenca del Mourelo está sembrada de viejos colmenares. En el monte Mourelo hay una auténtica factoría de la miel, con alvarizas antiguas y modernas (430 07' 22'' N 090 04' 25'' W). Luego está la de Bartolo, un gran cercado (430 07' 13'' N 090 05' 05'' W). Y en Cova Ladróns hay cuatro. Allí está la más larga, junto al Rego do Monso, de 51 metros (430 06' 35'' N 090 04' 04'' W). La vieja arquitectura rural en todo su esplendor.