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Las últimas puestas de sol de Rosalía

VEN A GALICIA

MONICA IRAGO

Los comerciantes romanos de vino, el Apóstol en su barca de piedra y los fieros normandos navegaron estas aguas de muros submarinos de Carril, donde Rosalía de Castro se despidió del mar en su último verano

16 jul 2021 . Actualizado a las 12:47 h.

Por muy difícil que sea ponerle puertas al mar, en Carril han conseguido colocarle unos cuantos muros. Baja la marea, y emergen sobre la arena valados de piedra que parecen extraídos de cualquier leira de monte. Las impresiones a vuelapluma de los visitantes que se dejan caer por aquí los domingos soleados de invierno, y cualquier día en verano, son dignas de ser registradas. Donde algunos creen ver las lindes de la Atlántida, las cicatrices de una catástrofe fenomenal al estilo de Charlton Heston vociferando bajo la cabeza decapitada de la estatua de la libertad en El planeta de los simios, otros se admiran de lo mucho que ha subido el nivel de los océanos en los últimos tiempos. La explicación es, en realidad, mucho más sencilla. Son los parques en los que se cultiva esa almeja que ha hecho célebre este rincón del mar de Arousa en las mesas y cocinas de toda Galicia y de media España.

No por ello deja de ser un prodigio esto de parcelar el suelo marino. Un poco más allá, ría adentro, la vista descubre un sembrado de varas espaciadas que sobresalen del agua, emparentando su superficie con el lomo de un erizo alopécico. Son los marcos que balizan los límites de aquellos parques más profundos, los que la marea nunca descubre pero es preciso señalar. Porque, como sentenció un sabio mariñeiro en estos mismos lugares, «o que non lle pon lindes ao que é seu, é que non o quere».

Tal vez sea este carácter anfibio, con un pie en la mar y otro en tierra, el que hace de Carril un territorio fértil en acontecimientos que disparan la imaginación. Aquí es donde, hace unos años, apareció flotando una pirola, hallazgo que desató el pánico hasta que, semanas después, los forenses de Madrid concluyeron que se trataba de la punta de un calamar. O donde un intento de extorsión sexual acabó con sus autores a la sombra, tras dar a su víctima todo tipo de detalles reveladores sobre su identidad para que no se equivocase al dejar el dinero, dentro de un paraguas, en la calle en la que todos vivían.

A Carril, integrado en el municipio de Vilagarcía, llegó en 1873 la línea que inauguró el tren en Galicia. El ilustrado Lucas Trabada describió en 1797 la primera industria moderna de la que se tiene constancia en esta zona de la ría: una curtiduría que aún puede ser visitada. Desde su puerto, uno de los más bulliciosos del país en el siglo XIX, embarcaban los emigrantes con destino a Argentina. Y en Carril, en torno a 1910, quiso la burguesía del momento perpetrar un primigenio pelotazo urbanístico, al forzar a sus pobladores a desalojar Cortegada para que Alfonso XIII construyese en ella un palacio. La idea nunca se consumó, y hoy la isla, con figura de perro verde acostado en el mar, es parque nacional y encierra el mayor bosque de laurel de Europa.

Sus habitantes, que de niños solo temen tres cosas —«o trasno, a Compaña e o can do Urco»— y sueñan con recuperar el Concello perdido en 1913 como remedio a todos sus males, pueden consolarse con una puesta de sol que quita el aliento. La misma que Rosalía contempló en su último verano, en julio de 1885, alojada en una casa que ya no existe. Mientras las luces de la ría se encienden a lo lejos, es fácil conjurar al Apóstol navegando estas aguas en una barca de piedra. Al fiero vikingo Björn Brazo de Hierro camino de Compostela, en busca de un buen saqueo. O a Cunqueiro, en punta Portugalete, degustando un barrilete de las ostras de Carril en escabeche que tanto le gustaban, junto a una copa del vino africano con el que los comerciantes romanos tentaban a los galaicos de estas costas.