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La poesía del fotógrafo Manuel Vilariño expande el espacio y contrae el tiempo

Montse Carneiro A CORUÑA / LA VOZ

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Las mujeres del siglo XXI de Vilariño, enfrentadas con naturalidad a retratos decimonónicos.
Las mujeres del siglo XXI de Vilariño, enfrentadas con naturalidad a retratos decimonónicos. Eduardo Pérez

«After The Whale» hace dialogar los géneros y las épocas en el Museo de Belas Artes

04 jun 2022 . Actualizado a las 13:26 h.

El fotógrafo y poeta Manuel Vilariño (A Coruña, 1952) ha levantado en el Museo de Belas Artes una exposición que puede hacer olvidar la extraña ausencia de su ciudad natal de la más ambiciosa muestra sobre su trabajo, producida por el Ministerio de Cultura al calor del Premio Nacional de Fotografía 2007 y clausurada hace un año en el Marco de Vigo. Fernando Castro Flórez comisarió aquel montaje y comisaría ahora After The Whale, una selección de 51 piezas, entre fotografías, vídeos, partituras, libros, esculturas e instalaciones, que toma la idea del campo expandido de Rosalind Krauss para intervenir el museo coruñés abriéndose paso en su colección, a modo de contrapunto y aireador de géneros. «O museo circula tal como é, pero de súpeto aparece na mesa o perverso, que é a fotografía, e mira ese bispo...», invita el artista delante de un retrato barroco enmarcado en pan de oro, interpelado al otro lado por una fotografía en blanco y negro de una mujer desnuda que es todas las mujeres con una brazada de leña en la cabeza.

La exposición, que estará abierta hasta noviembre, comienza con animales, una constante en Vilariño, «como mito e como símbolo», afirma, escarabajos, reptiles, rinocerontes, pájaros siempre y aquí también ballenas, a las que atribuye un papel central en su carrera desde una experiencia muy temprana en el puerto de Caneliñas que lo enfrentó a un mamífero cazado y despedazado que guardaba en su barriga un ballenato aún con vida. «Aquilo trazou o que ía ser a miña traxectoria como artista e fixo que me posicionase eticamente a favor do animal», recuerda. La ballena prologa la obra y a la vez el montaje a través de un esqueleto de calderón cedido por la ferrolana Sociedade Galega de Historia Natural y un imponente canto de ballenas grabado por el fotógrafo en el Atlántico norte, que empieza a sonar con un verso de Pound tomado de La tierra baldía de T.S. Eliot.

La poesía subyace todo el recorrido. «Poesía e fotografía son unha unidade», afirma el autor. A ratos se hace explícita, en una foto titulada por Valente, un poema dedicado de Gamoneda o en la propia poesía de Vilariño, que sube de la letanía vertical del vestíbulo a los haikus —traducidos al gallego por María Alonso Seisdedos— que sirven de pórtico a una de las salas más importantes de la exposición.

Contra la supremacía del arte occidental, el fotógrafo despliega un repertorio exquisito procedente de África y Asia apoyado en un Buda de las factorías de Bengala del siglo X situado delante de una Inmaculada del XVII, guardianes de cenizas funerarias Fang discretamente en dos esquinas, una instalación de crines de caballo sujetas con clavijas de violonchelo y, de cierre, el vídeo de una joven africana que toca al piano una pieza de Takemitsu inspirada en Messiaen.

Cúrcuma y pájaros

Este vídeo conecta con otra sala donde la vida y la muerte se encuentran en torno a una luminosa montaña de cúrcuma (¡ábranse las pituitarias!) y las notas de Île de feu acompasado con una danza de pájaros y árboles. La calma, el silencio y la contemplación, indisociables del trabajo de Vilariño, encuentran ahí sentido a los ojos del otro.

En capas, entre una sala y otra, After The Whale mueve los marcos de los géneros pictóricos, del paisaje o el retrato al bodegón. Paisajes que el autor asocia a «la melancolía y la soledad, románticos, con Friedrich de reojo pero sin hombrecito delante —ríe—, porque miro más como si fuera un pájaro, con la mirada abierta e inocente de un animal, el paisaje de lo salvaje, espacios que parecen intactos y que ya no lo son, por eso fotografío en la aurora, cuando la visión tuya se abre a la par que las tinieblas», explica. O el paisaje en que es capaz de convertir, cuarenta años después de sus célebres calaveras, un loro muerto y vencido sobre una cabeza del siglo III antes de Cristo mutilada de algún templo chino.

Aparecen retratos de mujeres solemnes, frontales, concebidos en torno a la idea de confesión de María Zambrano. Aparece su «mesa conventual», concisa, el lugar donde el fotógrafo compone y, sobre ella, un lagarto en rigor mortis, un hilo de metal y unas tenazas. Al lado, una rata gigante, dislocada. Y aparecen bodegones de Sánchez Cotán, glaciares y a lo mejor el motivo definitivo, las velas. «A metáfora da vida que se consume», resume el fotógrafo, que ayer hizo suya otra metáfora, de Castro Flórez, que habla del museo como la gran ballena, y de Vilariño como Jonás, en su vientre, buscando con la luz de la llama de una vela. «Buscando o inclasificable, a obra de arte ten que selo, porque se constrúe con soños».