El Ulla y el «caneiro» construido detrás del convento de Herbón forman una imagen imborrable
11 jun 2022 . Actualizado a las 05:05 h.Uno va por la AP-9, cruza el Ulla rumbo a Pontevedra y piensa que el cartel que indica que ha cambiado de provincia está colocado demasiado atrás, porque el río es el límite geográfico y administrativo. Error. No lo es. Asombrosamente, una parte de las tierras coruñesas se prolongan más allá de la corriente. Y no un par de metros sino un montón de kilómetros cuadrados. Ese terreno forma lo que en buen gallego se llama un teto.
En resumen, la excursión debe comenzar en el centro de la localidad padronesa, dejando a un lado el magnífico y poco valorado jardín botánico, para cruzar luego las vías del tren y continuar recto, ascendiendo tras haber dejado a la espalda Carcacía. Queda a la derecha un magnífico mirador sobre el Ulla (en mucho mejor estado que hace unos meses, cuando este periódico denunció su degradación tercermundista) y se desciende hasta encontrar un cruce a la diestra que indica Bandín, y donde también se mantiene en pie un indicador que anima a llegarse al santuario de Nosa Señora da Merced.
Curioso, porque la primera aldea es Cimadevila, donde conviven casas nuevas con otras en ruinas, y entre estas no deja de impresionar la última a la derecha. Algún hórreo interesante. ¿Y por qué es curioso? Porque lo que pisa el excursionista es terreno de A Estrada, y solo más adelante regresa al de Padrón.
Pero en fin, siguiendo se llega a Bandín, y nada más atisbar las casas, ascenso a la izquierda, un par de centenares de metros que conducen a la ermita de Nosa Señora da Merced, un voluminoso edificio con varias partes adaptadas al terreno, granito puro debajo de los sillares, granito puro en los muros. Y lo más excepcional: al ir dándole la vuelta el viajero se encuentra con un impresionante lavadero, una obra de arte sobresaliente que ahí duerme el sueño de los justos, con sus alrededores olvidados de la mano de Dios y de los hombres.
La pista principal, estrecha, de buen firme, y con un tramo lleno de tierra sin duda efecto de algún derrumbe invernal debido a las lluvias que aumentaron el caudal del Rego do Castro, va a continuar durante varios kilómetros dando vuelta al amenazado (molinos eólicos que aún no han llegado) monte Valente, cuya cumbre a los 394 metros sobre el nivel del Ulla es en sí mismo un tesoro arqueológico. Júzguese si no: un castro y una población medieval, quizás algún tipo de fortaleza un poco primitiva, que por supuesto se llevarán por delante los molinos si se instalan.
Así se gana a la aldea de Morono, carente de interés si no fuera por su magnífico cruceiro que queda a la izquierda. Y unos metros después, antes de pasar una vivienda nueva y cuya estética está muy lejos de la agresividad del feísmo, desvío a la derecha, descendente y por pista muy estrecha. No hay tráfico, pero tanto si se va en coche como si se hace en bicicleta la precaución procede extremarla, sobre todo si se circula sobre dos ruedas, y en cualquier caso, atención a dos curvas sencillamente endiabladas que dan acceso a un puente estrecho que cruza el Ulla. Y raro es quien no se detiene ahí. Porque ese tramo del río presume de un caneiro espectacular aguas arriba. Un paraje no de sobresaliente, sino de matrícula de honor, como no hay otro.
Después de cruzar el Ulla aparece ante los ojos una bifurcación. Por la derecha, en ascenso, se llega a la iglesia parroquial. Por la izquierda —con un par de centenares de metros memorables al lado del río— se bordea el convento franciscano de San Antonio de Herbón, otro lugar que todo gallego debería conocer pues, dice la tradición, los pimientos llegaron desde el Nuevo Mundo gracias a los franciscanos ahí asentados.
Si la ruta se ha hecho en bicicleta, lo lógico es el sentido inverso: haber dejado el coche en un aparcamiento que existe en la carretera que lleva al mirador. Excepto que uno sea muy experto en el arte de dar pedales.