Junto al abandonado apeadero del tren Santiago-A Coruña abre sus puertas el único bar desde el inicio en Oroso
18 jun 2022 . Actualizado a las 05:00 h.Del tramo de la Vía Verde Compostela-Tambre-Lengüelle entre Liste y Gorgullos-Tordoia llaman la atención tres cosas. Una, las para Galicia enormes rectas, producto del esfuerzo de una numerosa mano de obra con sueldos de miseria. Segundo, en algunos puntos esas rectas no se presentan totalmente planas, hay bajadas y subidas casi imperceptibles, pero que hoy en día sorprenden cuando se piensa en los trenes que circulaban por ahí (una hora y tres cuartos entre A Coruña y Santiago a principios de los setenta del siglo pasado). Tercera, alguna muy pequeña curva de trecho en trecho, una ese minúscula cuando lo lógico hubiera sido seguir de frente, anomalía que se debe a una de estas dos razones o a ambas juntas: a respetar la tierra de un cacique local —algo muy común en aquella Galicia triste, gris y atrasada— o a un error en los primitivos planos.
¿Y la vía nueva, por donde marchan a gran velocidad los nuevos trenes? Queda siempre a la derecha, en un punto prácticamente tocándose con la Vía Verde y separadas entre sí tan solo por una alambrada. En otros lugares sí se oye pasar el tren, pero de una manera lejana que no molesta.
En plena subida desde Liste se deja una construcción en ruinas a la izquierda, allá abajo, con un caneiro que obliga al Lengüelle a precipitarse y saltar, generando un ruido que suena a música en los oídos del caminante. Y si el excursionista circula en velocípedo, lo mejor que puede hacer es detenerse ahí y escuchar. Un paraíso.
Después de casi una hora sin ver nada más que naturaleza y esas ruinas, a la diestra, arriba, aparecen vacas lecheras y una granja, que ponen un punto bucólico a la excursión.
Y así se llega al tristemente abandonado apeadero de Gorgullos-Tordoia, con una buena noticia: a su lado abre las puertas el bar Rosende, el único establecimiento desde la partida en el límite de Santiago con Oroso. Además de ser un lugar limpio, las dos mujeres que lo atienden, madre e hija, son personas muy amables que recibieron en otros tiempos a miles de viajeros.
Al reanudar la excursión se comprueban otras dos cosas. La primera, que se acabó la subida, al menos por ahora. Y la segunda, que la recta que se extiende ante los ojos parece infinita. Y es que se va a tardar un cuarto de hora en recorrerla, mientras a la izquierda una aldea, arriba de la montaña, parece observar al andarín; son las casas de Vilagudín.
Algunos detalles permiten hacer más grato ese tramo del recorrido, que en verdad peca de ser un poco monótono. Por ejemplo, a la derecha crece un pequeño juncal con unos ejemplares de enorme altura, y allí mismo cruza la Vía Verde, por abajo, un río —el Rego Reboredo— que poco más adelante entrega sus aguas al omnipresente Lengüelle.
Y por ahí se confirma algo que va a sorprender: aunque cueste creerlo, se ha descendido un poco, porque la corriente ya no queda tan abajo ni es de las que se despeña en plan pirenaico, sino que se trata de una corriente amable y constante. Las praderas presentan un verde maravilloso que convierte ese trozo de Galicia en uno de los muchos que puede calificarse de ensueño. Incluso en un punto el Lengüelle se pega a la Vía Verde y le muestra una isla, aunque en estos momentos, tras un invierno poco lluvioso, el brazo del río más cercano es casi agua estancada.
Sí hay que destacar un punto negro, pero ahí parece muy difícil intervenir: en determinado lugar, y dependiendo de dónde sople el viento, va a venir a las narices un olor ciertamente poco agradable. No son purines, algo que habría que celebrar porque gracias a las personas que trabajan con ellos y los usan como abono comen todos los habitantes de las ciudades, sino que procede de Sogama. Que no se ve, pero que no está muy distante.
Y al dar una suave curva a la derecha la retina se inunda con la imagen de la estación de Queixas-Londoño, municipio de Cerceda, un edificio con un indisimulable tono a caserío vasco.