Este trozo del parque nacional de las Illas Atlánticas puede definirse como uno de esos sitios que todo gallego o al menos todo compostelano debería conocer
23 jul 2022 . Actualizado a las 05:00 h.Se llama Alba. Es una mujer joven acercándose gradualmente a esa esplendorosa edad media aún algo lejana y es guía en la isla de Cortegada, en la ría de Arousa. ¿Y qué tiene que ver eso con Santiago? Mucho. O al menos eso dice la historia, de tal manera que este trozo del parque nacional de las Illas Atlánticas puede definirse como uno de esos sitios que todo gallego o al menos todo compostelano debería conocer.
El porqué remite al rey Alfonso II el Casto. El monarca, tras venir en torno al año 822 a comprobar que los restos humanos encontrados en el bosque Libredón pertenecían al apóstol Santiago, ordenó levantar una pequeña iglesia de madera en torno a la tumba, buscó unos vigilantes y les pagó con Cortegada. Así, en pocas palabras, aunque, por supuesto, la historia es más compleja.
Mil doscientos años después, ello casi obliga a conocer la isla, y máxime estos días de calor, porque recorrerla tiene una ventaja: toda ella es bosque: de carballos, de laurel (el mayor bosque de Europa, que ocupa cuatro hectáreas), de pinos… Es decir, sombra por todas partes. Y vaya si se agradece.
El punto de partida es la marinera Carril, hoy llena de restaurantes y otrora principio y final de la primera vía férrea gallega, que unía la humilde localidad con Santiago. Desde ahí, en un par de minutos y con Alba a bordo, una embarcación de Corticata, una empresa que organiza la excursión, deja al expedicionario en el muelle flotante de Cortegada, muy cerca de un magnífico crucero y de la capilla de los Milagros, cuya fachada ha sido recuperada y el resto amenaza con venirse abajo.
No hay ni cuestas arriba ni cuestas abajo en el sendero que rodea por completo este territorio del parque. Todo es llano menos unos metros del camino que la cruza de un lado a otro. Y si es la primera vez que se va —porque el índice de repetición es muy elevado, de ahí que la reserva deba hacerse cuanto antes ya que la entrada no es libre—, lo idóneo es pegarse a Alba, que sabe todo de la isla, desde la llegada de los vikingos hasta el cruceiro que forma parte del único vía crucis fluvial del mundo, desde la historia del árbol donde se metían y no salían las cabras hasta los animales que constantemente cruzan en marea baja (ahora mismo habitan Cortegada una corza y un raposo).
Lo cierto es que no hay ni restos de aquellos guardianes de la tumba del apóstol ni ha habido excavación arqueológica que permita saber algo más. Queda en la toponimia un minúsculo alto, en el oeste, conocido como Torre, pero más parece estar relacionado con el sistema de vigilancia de la ría —que, no se olvide, conducía a potenciales invasores a Padrón, Iria Flavia y Compostela— que con un edificio relacionado con aquellos primeros vigilantes.
De la mano de Alba los visitantes se detienen ante lo que queda del hórreo u hórreos comunales, fotografían en medio de la umbría la mayor casa de la abandonada aldea (tenía horno), avanzan bordeando un estrecho y acogedor arenal que en marea alta queda partido en varios, giran al medio kilómetro a la izquierda para no alargar el recorrido hasta punta Corveira, en el norte, y se plantan en punta Fradiño, donde la tradición oral dice que echaron pie a tierra los hombres del norte de Europa, escasos de amistosas intenciones.
Las paradas ante los bosques de laurel primero (¡13 metros de altura!) y de pino después dan paso a contemplar los dos islotes Malveira: Grande (con otro cruceiro que ya no se distingue porque la vegetación lo tapa) y Chica (que cuando sube la marea queda dividido en dos partes, la de la diestra territorio de las garzas, la otra de los cormoranes).
El sendero va girando a la izquierda, con Vilagarcía al fondo, para encontrarse de nuevo en la playa vecina del muelle flotante. Y con este calor todo el mundo echa de menos que la muy trabajada fuente esté seca.