Patrocinado por

Por tierras altas donde los castros hacían frontera con el golfo Ártabro

La Voz

VEN A GALICIA

CRISTÓBAL RAMÍREZ

Una línea de poblaciones vigilaba hace dos milenios el paso entre la comarca que acogía a una Compostela que todavía no lo era y el golfo

06 ago 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

No es muy fácil orientarse por ese mundo de naturaleza maravillosa que es el municipio de Oza-Cesuras. Era más sencillo hace dos milenios, aunque cueste creerlo. Por allí pasaba esa fila de poblaciones, simples castros, que vigilaban desde aquella línea de tierras altas el paso entre la comarca que acogía a una Compostela que todavía no lo era y el golfo Ártabro, y viceversa. Y de castro a castro sin más problemas.

Hoy no. Hoy, a modo de orientación, lo que procede es dirigirse a Curtis —rumbo a Oviedo— y tomar a la izquierda una carretera que lleva a Mesía, aunque desde luego solo hay que adentrarse en ese municipio unos pocos kilómetros. Un punto de referencia es la iglesia de San Martiño de Cabrui, la cual reclama una parada a la sombra. Entorno muy bien cuidado y un cruceiro de bella factura con inscripción incluida. Y lo mejor: ante la puerta lateral del templo, flanqueándola, dos magníficas muestras heráldicas.

Saliendo del concello de Mesía y entrando en el de Oza-Cesuras, el descenso con curiosamente no demasiadas curvas lleva a un par de casas antes de otro templo, el de San Pedro. La vivienda de atrás sufre tiempos de abandono, al igual que su hórreo, ley de vida. La de delante, con otros dos notables hórreos (uno sigue cumpliendo su función), está habitada por uno de esos auténticos gallegos del mundo rural: afable, noble, generoso, dispuesto a orientar y a ayudar. Una muestra, en fin, de ese carácter que va desapareciendo a medida que marcha para siempre una generación a la cual Galicia debe tanto. Aunque esa es harina de otro costal.

Volviendo al entorno, se deja la casa a la diestra y se asciende con sombra —¡Se agradece!— tan solo un centenar de metros para encontrarse de repente ante un castro que de vulgar no tiene nada. Impresionante foso, impresionantes murallas, impresionantes medidas, impresionante antecastro.

Todo ese yacimiento arqueológico es digno de admiración. Olvidado, a monte, por supuesto, porque todavía no ha sido excavado pero tampoco debe haber prisa en abrir agujeros. Y es eso mismo, la existencia de esa aldea prehistórica, lo que justifica el que se haya levantado tan cerca una iglesia, cristianizando el lugar. Advertencia: en la subida al castro suele haber dos caballos pastando, atados, muy mansos e interesados siempre en el recién llegado, y que, por supuesto, no suponen peligro alguno siempre y cuando no se les acerque nadie por atrás.

El único punto negro de ese entorno es una parada de autobús que quedaría bien en el país más tercermundista del planeta, pero desde luego no en la Galicia del siglo XXI. Pero eso suena a debate al que es ajena la iglesia de San Pedro de Borrifáns, un edificio cargado de historia porque ya se cita nada menos que en 1161. Así que no resulta demasiado aventurado afirmar que fue empezado a levantar en el siglo XII.

Cierto que a primera vista nada de lo que se ve puede datarse en esa centuria, puesto que ahí mandaba el románico y lo actual pertenece al siglo XVIII, humilde barroco. Hay que fijarse en los sillares de los esquinales —los laterales son de mampostería— para remontarse con la imaginación a aquellos años. Si hay suerte y las puertas están abiertas, la atención debe ir a un fuste y a cenefas decoradas con preciosos círculos radiados, como bien señala el portal romanicodigital.com. Y deben contemplarse porque pertenecen a aquel primer templo.

Ciento cincuenta metros más adelante nace a la derecha un camino ancho, sin asfaltar y muy fácil de recorrer. En cinco minutos se llega a un paraje sombreado y tranquilo, idóneo para descansar o sacar los bocadillos, con el Rego da Cova como compañero. Un buen punto final a la jornada.