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Los peregrinos que llegaron a la meta un domingo cualquiera

Carlos Portolés
Carlos Portolés LA VOZ

VEN A GALICIA

PACO RODRÍGUEZ

Miles de caminantes enmochilados abarrotan cada día la capital de Galicia, cada uno con su historia

18 ago 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Decir que Santiago está abarrotado se ha convertido en una simpleza. La capital gallega se puede incluir en la lista de las Nueva York, Venecia, Roma, París... la de lugares a los que todo el mundo quiere ir. Es poner un pie en la estación de tren y ya parece aquello la sede de las Naciones Unidas. Un revoltijo alegre de personas que vienen de todos los rincones del mundo, cada una con su idioma y su historia.

De camino a la Praza do Obradoiro se comienzan a sentir los primeros olores, ruidos y estampas propios de la meta del Camino. Un peregrino un poco despistado (o temeroso de que mengüe su cartera), entra medio avergonzado en un kebab. Dos hermanos comparten una sonrisa de oreja a oreja porque sus padres les acaban de comprar la camiseta de la Sociedad Deportiva Compostela (herida pero nunca muerta. Volverá). Unos jóvenes con ojeras vuelven de una noche de juerga, todavía visiblemente achispados (al menos no tenían mucha pinta de venir de hacer una etapa).

Frente a la catedral hay un océano de macutos que, francamente, han tenido tiempos en los que han olido mejor. El clima es de celebración absoluta. Abrazos, besos y muchas (muchísimas) poses para la foto de Instagram. Entre los caminantes eufóricos también hay turistas salteados. Pero el que está ahí sin mochila ni botas no puede evitar tener un extraño sentimiento de intrusismo.

Un pasatiempo delicioso el de encaramarse a un hueco de la plaza y analizar los rostros que se agolpan. Hay una familia japonesa que quiere inmortalizarlo todo con cámaras. Un peregrino italiano con un bigote sensacional (llamado Giuseppe) que fuma lentamente mientras observa a su alrededor con rostro de inteligencia. Un grupo chillón con camisetas a juego (todo el mundo sabe que se es más amigo si se tiene camiseta a juego).

Quizás, el pelotón de enmochilados más representativo del espíritu del Camino es uno que llega cerca del mediodía. A primera vista, parecen amigos de toda la vida. Tienen sus bromas internas, sus complicidades y sus gestos de cariño. Y resulta que, cuentan, hace un par de semanas ni se conocían. Se fueron encontrando a lo largo de las duras etapas, entre literas, ampollas y flechas amarillas. Vienen de todas partes. Hay madrileños, vascos, valencianos, catalanes y hasta un francés infiltrado (y encantador).

Se regodean de los duros senderos que han recorrido, recuerdan anécdotas entre sonoras risotadas, se intercambian direcciones y se prometen visitas todos con todos. El tiempo dirá si se convierten en una cuadrilla circunstancial, de esas que nacen y mueren en la travesía, o acaban siendo un grupo cohesionado de amigos para siempre (means you'll always be my friend, dirían Los Manolos).

Una vez alcanzado el destino, se relajan y se sientan juntos en una terraza. Entre vinos blancos y cañas de cerveza, algunos se ponen sentimentales y otros fiesteros. Esa noche, Santiago era suya, porque solo se completa el Camino por primera vez una vez en la vida. Al día siguiente llegarían otros peregrinos con otras bromas y otras complicidades. Pero el domingo 14 de agosto era su turno, y a esa verdad se aferraban contando los segundos, para rebañar hasta el último trocito de su experiencia.

Porque el Camino, además de cuestas interminables, paisajes preciosos y pies en carne viva, también es eso. Un grupo de amigos de siempre que se acaban de conocer. Una botella fría de Godello a compartir entre tres o cuatro (aunque esos tres o cuatro vayan a acabar pidiendo tres o cuatro botellas). Unos chistes secretos que nadie más entiende. Y, por supuesto, un buen puñado de recuerdos de los que buenos, de los que no se borran.