Pontevedra se reencontró con el siglo XV, pero viajó también al 2019, al último día de fiesta antes de la pandemia. Fueron miles los que, enfundados en sus trajes medievales, se cobraron lo que les debía el covid
03 sep 2022 . Actualizado a las 21:48 h.El cartel no existe. Pero igual alguien debería colocarlo en la entrada de Pontevedra: ponga una Feira Franca en su vida y siempre se sentirá con ganas de parranda. Pocas celebraciones multitudinarias hay en Galicia —y eso es mucho decir en el país del millón de fiestas— en las que la juventud no sea el único divino tesoro. La Feira Franca es para los niños y jóvenes. Sí. Pero no solo para ellos. Es para los de mediana edad, claro. Pero no en exclusiva. Y la Feira Franca es para los que peinan canas: por supuesto. Ayer, cuando la Boa Vila regresó de nuevo a la Edad Media, se volvió a comprobar el abrazo intergeneracional que es esta romería. En A Ferrería desfilando, en las mesas del casco histórico, en los juegos de la Alameda... en todos lados compartían espacio abuelos que pasan de los ochenta con niños nacidos en pandemia.
Desde el año 2000, Pontevedra lleva probando esa exquisita fórmula de volver al pasado por un día. Y de hacerlo dulcificándolo, claro. Lo contaban entre risas Rosa y Feliciano, de 79 y 75 años, que convertidos reyes saludaban al personal junto a la iglesia de San Bartolomé: «Todos nos vestimos de ricos... antes no debía haber tantos, pero campesino no queremos ser ninguno», afirmaban. Pero la de ayer no era una Feira Franca más. Se volvía al medievo en las vestimentas y en la recreación histórica. Pero el lugar al que regresaba el sentir colectivo era al 2019, a la última fiesta antes de que el covid nos enseñase la enorme fragilidad de nuestro mundo. De ahí la emoción que anidaba en los ojos el alcalde Lores, que anduvo de foto en foto toda la mañana hasta que llegó la hora de comer y lo cambió por ir de mesa en mesa sorteando apretones de manos.
La mañana, con un sol de justicia dominando el cotarro, fue de protagonismo de los forasteros. Se notaba porque había más vestimenta de calle que recreación medieval. Pero, conforme pasaban las horas, el panorama cambiaba. Aparecieron las campesinas de flores en la cabeza, las cortesanas, los soldados, los guerreros, los reyes y reinas o los bufones. También los nobles cargados de alhajas o los mendigos pidiendo limosna... Pontevedra entró de forma paulatina en el pasado y, cuando los arrieros protagonizaron la recreación del traslado del vino desde O Ribeiro a la urbe del Lérez, ya no faltaba a quien regalarle tazas de tinto, reservadas solo para quienes andaban en la pomada medieval.
La gran conquista
La hora de las comidas sirvió de termómetro a la conquista del espacio público que supone la Feira Franca. Todo el casco histórico, con la Alameda añadida, eran un enorme comedor al aire libre. Abundaban las vajillas de barro y las churrascadas. Pero no estaría de más algún tirón de orejas a los que, ni por un día, son capaces de apear el plástico y la modernidad. Entre los puristas, los de siempre, los que se cuidan mucho de que les hagan una foto con la botella de Coca-Cola en la mesa, los de la asociación de vecinos de Verducido, que montaron la cocina de rancho por la mañana y a las tres de la tarde tenían lista la carne y las tortillas para comerlas en una mesa adornada con flores silvestres. Algunos debutantes también demostraron oficio en lo de viajar al pasado: un grupo de Outeiro (Vilaboa) montó un asador en plena Alameda en el que le pusieron mecha a varios cochinillos.
La tarde avanzó al compás de dulces y licores varios. «Quen teña viño, quen teña viño, quen teña viño que me dea un pouquiño», se oía cantar. Y, francamente, en la Feira Franca no faltaba Pero en cunca de barro y a la mesa. Nada de botellón desaforado. Se consumía el día y un hombre que ya volvía a casa con la capa hecha un sayo decía: «E agora que chova». Pues que sea literal.