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Excursiones en busca del miedo

José Ramón Alonso de la Torre
J.R. Alonso de la torre REDACCIÓN / LA VOZ

VEN A GALICIA

MONICA IRAGO

Las costumbres y hábitos funerarios en O Salnés merecen formar parte del turismo de la experiencia

23 oct 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Nieblas, lluvia fina, humedad y visitas al cementerio. El otoño ya está aquí. ¡Por fin! Este octubre, los articulistas y tertulianos habían inventado un nuevo tema de debate: «¿Nos han robado el otoño?» Pues no, se ha hecho desear, pero ha acabado llegando con todo su esplendor y, además, casi ha coincidido con el tiempo de difuntos, que en Galicia empieza a finales de octubre y dura lo que dura.

Lo de los cementerios y el rito mortuorio en O Salnés es digno de convertirse en motivo de turismo temático. En pocos lugares se pueden contar tantas historias y organizar tantos viajes de turismo de la experiencia, que también podría llamarse «Excursiones en busca del miedo».

Un forastero no olvidará nunca un día en un cementerio arousano durante la semana que hoy comienza. Yo, desde luego, aún tengo presente mi primera semana de difuntos en O Salnés hace ya más de 40 años. Visité el cementerio de Xil (Meaño) y recuerdo que el camposanto se disponía en la ladera de un monte. Atardecía y una capa húmeda y ne­blinosa embadurnaba la aldea y hacía rechinar los huesos. A esas horas, en la luz-no luz del cre­púsculo, los habitantes de Xil subían hasta el cementerio por­tando velas, componiendo un estético e inquietante serpentear por la ladera, una procesión de luces oscilantes que iban a honrar a los difuntos.

Preparar el camposanto

Pero antes de esa procesión de vivos, hay que preparar el escenario, o sea, el camposanto, realizando una serie de operaciones que siguen los pasos marcados por la tradición. A saber: primeramente hay que fregar con le­jía toda la lápida frotando enér­gicamente con el bruso (cepillo de madera con púas o pelos du­ros) para así eliminar el moho; en segundo lugar, es preciso refregar bien el mármol con estropajo y Mistol; sigue la labor de enjuagar, se continúa con el arte de la paciencia: esperar a que se seque la lápida y sa­car brillo con un paño blanco y el proceso culmina procurando esmerarse en pequeños deta­lles tan importantes como lim­piar las letras de las lápidas, la cruz y las arandelas con Netol.

Pero lo mejor de estas visitas previas al día de Difuntos son las conversaciones que se entablan en los cementerios. He de reconocer que, tras aquella primera impresión en mi visita al cementerio de Xil, quedé atrapado por el encanto morboso de la semana de difuntos y la literatura que la rodea y durante años fui visitando cementerios varios.

Un año iba al de Adina, en Iria Flavia, un lu­gar sencillo y acogedor que fue cantado en vida por Rosalía de Castro y escogido por la poeta para reposar después de muerta. Allí fue enterrada en 1885 y de allí salieron sus restos en 1891 para ser trasladados al panteón de gallegos ilustres de Santo Do­mingo de Bonaval, en Santiago de Compostela. Aunque lo que más me impresionó de aquella visita fue encontrarme sin esperarlo con la tumba de José Manuel Vilas, el empresario vilagarciano que fue asesinado en el famoso crimen de Benavente por unos sicarios colombianos.

La barca de los cadáveres

En un cementerio de la orilla del río Ulla, el de Santa María de Herbón, conocí la historia de la barca de los cadáveres. Es una historia tremenda pues hasta 1985, en los lugares de Barca, Morono, Rocha, Cortiñas, Confurco o Condes, situados al lado Sur del Ulla, cuando un vecino fallecía, se formaba un cortejo fúnebre fluvial y tétrico. Primero había que llevar el ataúd con el ser querido hasta la orilla del río, y hacerlo siempre antes de que el vecino convento franciscano diera el toque de oración porque esa era la señal de que acababa la jornada del barquero.

Una vez en el embarcadero, se depositaba el féretro en la barca mortuoria, se acomodaba el cor­tejo en la barca de pasaje y se cruzaba el río por tandas. Al desembarcar en la orilla Norte, llegaba el momento más difícil. Mientras las campanas de la cercana iglesia parroquial tocaban a difuntos, la comitiva enlutada colocaba la caja sobre unas andas y subía dificultosa­mente por el camino sacramen­tal que discurría, y discurre, pe­gado al muro del convento fran­ciscano.

Hasta 1977

Hasta 1977, los los vecinos de la orilla Sur del Ulla pagaban el servicio de barca en especies. Cada año satisfacían a la fami­lia del barquero un canon de tri­go, maíz, centeno y otros pro­ductos de la tierra. A cambio. tenían tarifa plana: po­dían utilizar los servicios de transporte fluvial cuanto quisie­ran, siempre que fuera antes del toque de oración. En 1985, se construyó un puente sobre el Ulla que acabó con la barca de los cadáveres y con el trabajo del señor Agustín, el último barquero.

Si desean hacer turismo funerario durante los próximos días, un buen destino es A Illa de Arousa, donde les contarán cómo cuando alguien moría, había que hacer dos cosas: despertar a quien estuviera dormido al paso del cortejo fúnebre y encender una hoguera con laureles sobre la que saltaban los deudos del finado para ahumarse. Estos dos requisitos eran necesarios para eliminar el aire del muerto, que si no lo espantas, te puede dejar desventurado, coitadiño y apoucado de por vida.