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El tesoro que esconde el magnífico castro de O Casal, en Ordes

Cristóbal Ramírez SANTIAGO / LA VOZ

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CRISTÓBAL RAMÍREZ

Cuenta con un murallón circular de un centenar de metros de diámetro

19 nov 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Por rúa Reverencia adelante se busca O Casal. Esto es casi el límite de la villa de Ordes por la carretera a Carballo, y mientras el coche avanza rumbo hacia ese pequeño grupo de casas la mente se esfuerza por entender las razones por las cuales se construyó la carretera nacional por donde va ahora, por el medio de Ordes, cuando existía un itinerario medieval un par de kilómetros escasos al este. Y por ese trazado de la Edad Media hoy como ayer discurre el Camino Inglés de Santiago.

El objetivo, en cualquier caso, es un castro de esos que integran la línea de aldeas prehistóricas existente entre Santiago y la parte alta de las montañas que separan las tierras de Compostela del golfo Ártabro, recorrida aquella a su vez por una segunda línea.

En fin, atrás ha ido quedando Ordes, y su urbanismo, que ciertamente nunca se llevará un premio, es sustituido por viviendas individuales que conforman un entorno agradable. No hay que desviarse hasta tener al frente una casa blanca de grandes volúmenes y un lavadero que ha sido rehabilitado de manera impecable, todo un ejemplo de cómo conservar una muestra de la cultural popular tradicional.

Y ahí, sí, a la diestra. La carretera, ancha y en muy buen estado, ha sido sustituida por otra mucho más estrecha en cuyos alrededores se respira una atmósfera rural, escrito sea en el mejor de los sentidos, apareciendo ante los ojos el primer hórreo. Al frente, algo a la izquierda, queda el castro. Se ve la altura orográfica, llena de eucaliptos la cumbre y especies más respetables la parte baja.

CRISTÓBAL RAMÍREZ

Aumenta el encanto a los 300 metros del lavadero, porque ahí procede aparcar el coche y echar a andar con una pista de tierra preciosa, con algún desvío a la diestra que conduce a prados de un verde intenso, mientras un auténtico túnel de árboles permite sumergirse en un mundo de vegetación exuberante. Al fondo, a la derecha, Ordes. Físicamente dista un kilómetro o poco más, anímica y paisajísticamente, años luz.

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Otros 300 metros y ahí está el acceso al castro, por una corredoira auténtica que a medida que sube, con muy poca pendiente de manera que el ascenso no asusta a nadie, se convierte en una congostra; es decir, en una corredoira flanqueada por pequeños taludes, una corredoira que parece que se ha diseñado rebajando el nivel del suelo. El auténtico amante de la naturaleza le pedirá hasta al apóstol Santiago que nadie intente arreglar ese firme en el que se distinguen huellas de carro, con piedra vista, y que desde luego no será castreño (o sí, los arqueólogos lo dirán cuando toque), pero que es centenario no se puede dudar.

Y al cuarto de kilómetro el visitante se encuentra arriba. El castro es ni más ni menos que ese murallón circular de un centenar de metros de diámetro que tiene a su izquierda y que, debido a la vegetación, no muestra su entrada auténtica pero sí admite que se suba hasta lo más alto de esas defensas. Ahí bajo el suelo se esconden tesoros. Pero no de oro ni de nada por lo que alguien vaya a conseguir media docena de euros, claro está, sino arqueológicos, muros de viviendas que en su día permitirán conocer cómo vivían los antepasados.

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La pista continúa de frente un poco menos de 400 metros, hasta desembocar en un asfalto que, de seguirse por la izquierda, conduce al lavadero. Pero la mejor opción consiste en dar marcha atrás, volver a la vía de tierra original y continuar, en descenso, para cruzar algo fundamental hace dos milenios, cuando los hombres y mujeres del castro en feliz algarabía eran dueños y señores de estas tierras: una corriente de agua, el rego de A Fraga. El paraje ahí, con las casas de Valverde a la vista, es de sobresaliente.