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Peregrinos singulares en las Rías Baixas: de los que van a «Chanchencho» al hombre que duerme en una hamaca

María Hermida
María Hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

VEN A GALICIA

Los números del Camino Portugués son desorbitantes, pero las historias que se descubren haciendo una etapa aún asombran más, como la de un grupo de Michigan que incluso se trajo a un perro guía para caminar con ellos

05 sep 2023 . Actualizado a las 16:52 h.

A los peregrinos que en este mes de agosto cruzan en masa por Pontevedra no les pasa eso que tanto cantaron Los Suaves; no les ocurre que sean las «ocho de la mañana, suena del despertador». Porque a esa hora ya están bastón en mano y pululando por la ciudad. De hecho, dado que Pontevedra es principio y fin de etapa, no hay una hora mejor del día que las ocho de la mañana para darse cuenta de las cifras desorbitantes de caminantes de la ruta xacobea portuguesa. Pero no solo los números apabullan. También las historias. Una sola hora caminando sirve de termómetro de lo diverso que es el Camino y de cómo hay peregrinos de extremos; desde los que son casi tan turistas como caminantes como los que echaron a andar con una mochila y duermen cada noche a la intemperie. 

Por el puente de O Burgo, en Pontevedra, sobre las 8.15 horas, pasan a la vez varios grupos de caminantes. Pero hay un trío de varones más ruidoso que cualquier otra pandilla. No hace falta que pronuncien ni media palabra para delatarse como españoles en una ruta donde los extranjeros mandan. Efectivamente, son de Valencia. Se llaman Mario, Pablo y Josep y vienen de distintos pueblos valencianos, entre ellos de Sueca. Tenían experiencia caminando porque ya habían hecho la ruta francesa. Y este año se arrancaron en Tui con la portuguesa. Se ríen cuando se les pregunta si únicamente peregrinan o aprovechan para hacer turismo: «Hemos parado un poquito... pero solo un poquito», dicen. Y uno de ellos espeta: «Nos hemos ido a 'Chanchencho', es que nos dijeron que allí había marcha y nos fuimos a ver qué tal la noche por allí». Les gustó la experiencia y les da pena no poder haber conocido algún sitio más de las Rías Baixas. «Nos han hablado muy bien de Combarro», indican mientras siguen camino hacia Caldas. Alternan ellos alguna noche de hotel con otras de albergue y hacen, por tanto, un peregrinaje mezclado con un viaje turístico. 

Lo mismo le pasa a un grupo que, sobre las ocho y media de la mañana, también enfila la salida de la ciudad pontevedresa hacia Caldas. Ellos vienen de Míchigan, en Estados Unidos, y no son menos de veinte personas. Es la primera vez que hacen el Camino Portugués. Y no quieren marcharse ni de España ni de Portugal sin conocer a fondo algunas ciudades como Santiago, Fisterra u Oporto, el sitio al que regresarán para volar de nuevo a su tierra. Caminan con ánimo y con ellos va un perro de color negro; es el eterno compañero, el guía de uno de los caminantes. Al pasar por el lugar pontevedrés de San Caetano, su dueño procede a ponerle agua al animal y una vecina le dice que no, que no gaste de la suya, y le trae ella líquido fresco para que beba. «Él sube a muchas montañas y su perro siempre le acompaña», indica una de sus compañeras de caminata.  

Aparecen más peregrinos. Se acumulan las historias. Llega, en bicicleta y empujando el remolque de su pequeña de cinco años, una pareja rumana. Todos los años hacen el Camino de Santiago y en esta ocasión lo empezaron en Oporto. Cuentan que tardaron en arrancar porque se quedaron unos días viendo la ciudad portuguesa, que les encantó. Como llevan a su hija y el remolque pesa lo suyo hacen la ruta despacio, al ritmo de quienes van caminando. «En bici se podría ir más rápido, pero nosotros no queremos, vamos disfrutando de lo que vemos y parando un poquito», cuentan. Ella, que se llama Mariana, vivió cuatro años en España y se maneja bien en español. Agradece que la ruta portuguesa esté bien señalizada y cuentan que fundamentalmente duermen en albergues. 

Seguramente, todo ellos, todos los peregrinos que en la mañana del lunes hicieron la etapa de Pontevedra a Caldas, no dejaron de reparar en un hombre que asomaba la cabeza por un saco de dormir cerca del Ponte das Cabras. Ahí, desperezándose sobre las nueve de la mañana, estaba Antoine, de origen francés. Él es un peregrino en las antípodas de quienes aprovechan para hacer turismo y se surten en hoteles o restaurantes. Todo al contrario, él lleva cientos de kilómetros en sus botas durmiendo a la intemperie. Lo hace sobre una hamaca portátil que cuelga allí donde le parece. Este lunes la tenía apostada en un puente de madera. Decía que había pasado un poco de frío y que por eso no era capaz de echarse a andar aunque el reloj ya pasase de las nueve. Antoine va de vuelta a casa. Vino de Francia e hizo varias rutas jacobeas, una detrás de otra. Y ahora peregrina hacia Fátima (haciendo el Camino Portugués a la inversa) para, posteriormente, tomar un autobús que le devuelva a su país. Se maneja mínimamente en español y chapurrea inglés. Lleva un termo, una mochila y la casa a cuestas. Sonríe mucho y la felicidad parece anidar en él: «Todo es muy bonito, todo está bien», señala enseguida. 

Sobre las diez de la mañana, en Alba, donde muchos caminantes se paran para dejar toda suerte de amuletos en el cruceiro próximo a la iglesia o se adentran en la rectoral para que les den la bendición, el enorme flujo de peregrinos de primera hora ya empieza a ser un goteo más fino. Se nota que ha avanzado la mañana y que solo quedan por pasar los más rezagados. Llegan dos caminantes italianas y se piensan lo de sentarse a descansar un rato junto a la rectoral de Alba. Luego deciden seguir: «Hay que llegar a Caldas», dicen. Y dicen bien.