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El rural inspira y engancha a escritores, dibujantes o artesanos: «La calidad de vida es mucho mejor que en la ciudad»

ANA F. CUBA FERROL / LA VOZ

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En el sentido de las agujas del reloj, la ilustradora Blanca Escrigas, As Lolas da Cascarilla, la escritora Sabela Cagiao, la escritora y actriz Carmen Blanco, el dibujante Cristian F. Caruncho y la ceramista Martina Beceiro
En el sentido de las agujas del reloj, la ilustradora Blanca Escrigas, As Lolas da Cascarilla, la escritora Sabela Cagiao, la escritora y actriz Carmen Blanco, el dibujante Cristian F. Caruncho y la ceramista Martina Beceiro J. PARDO

Varios creadores de la comarca cuentan su experiencia vital y laboral fuera de las urbes, más allá de modas o de visiones idealizadas

21 oct 2025 . Actualizado a las 15:39 h.

Al margen de tendencias y visiones idealizadas, vivir en el campo, lejos del ajetreo urbano y los atascos, no solo inspira sino que determina qué y cómo crear. Ana Lamas (Igrexafeita, 1969), Mar Hermida (Naraío, 1966) y Lucía Ríos (Santa Mariña do Monte, 1979) son As Lolas da Cascarilla y transforman hojas de maíz en lolas (muñecas), tallarolas (piezas de madera con textos personalizados, decoradas con hojas de maíz), botes, veleros, pinchos del pelo, broches, pendientes, ramos de novia y hasta un caballo, uno de los encargos que más les ha costado resolver. Estas tres vecinas de San Sadurniño idearon su marca y venden en ferias, comercio local (librería Brétema, en su pueblo, o Alecrín, en Betanzos) y por pedido.

Nada de esto sería posible en otro entorno. «Moi azoso secar a folla de millo nun piso non ía ser», ríe Lucía. «Facémolo todo, desde sementar a rarear, recoller, esfollar, tinguir...», detalla. La mejor materia prima «é a do primeiro millo, o que veu de América, ‘o millo de aquí'; o híbrido ten poucas follas e feas, moi curtas, e póñense amarelas moi rápido. O millo corgo si que é moi bo», explica Ana, la experta en esta parte del proceso. Una vez secas, las hojas «aguantan anos, pasándolles a plancha para que non metan fungos», añade. Entiende que, muchas veces, «a creatividade provócaa a xente», con los desafíos que les lanza y que a veces superan «na cama, cando medio dormes».

«Isto non é a panacea»

«Isto non é a panacea, da artesanía non poderiamos vivir as tres, en parte tamén pola materia prima, que é limitada [...]; as redes sociais axudan pero un envío certificado custa oito euros e a lola, 25, e non compensa», razona Lucía. Tienen clientes fieles, como la Facultade de Matemáticas de la USC, la organización de la Feira da Faba de Moeche o del Chanfaina Lab de San Sadurniño, o el Concello de Narón. Llevan más de una década y están «contentísimas». «Gústanos, sempre son cousas distintas, personalizadas; sempre é unha aventura, como facer unha galiña de Mos [risas], ensaio-erro, pasámolo ben».

Ellas se han quedado en el rural, y otras han retornado. Blanca Escrigas (Valdoviño, 37 años) estudió Arquitectura, pero lleva años dedicándose a la ilustración. Tras once años en Madrid regresó a su pueblo natal, donde compagina la acuarela con la ilustración editorial o digital, trabajos para libros e incluso proyectos de arquitectura. «Depende del momento vital de cada uno», dice sobre los pros y los contras de vivir en la periferia. «Llevo cinco años en Valdoviño. En volumen de trabajo, tengo más, y la productividad es mucho mayor, porque la calidad de vida es mucho mejor y aprovecho más el tiempo. En ese sentido es positivo», expone.

¿Qué echa en falta? «El poder empaparte de movimiento y oferta cultural, renovarte, refrescarte... aquí a lo mejor te acomodas un poco en un tipo de trabajo, a nivel conceptual, eso es lo más negativo para cualquier actividad en el mundo cultural y artístico. La diversidad siempre es muy enriquecedora, y aquí, aunque seamos cuatro diferentes, somos los mismos cuatro todos los días; tu cerebro va a menos revoluciones y tu mano a más», resume.

Reconoce que le gusta el ritmo urbano, «porque siempre hay algo más si quieres innovar y mejorar». Pero escapó por supervivencia: «Es lo que me satura de la ciudad, sobrevivir, la economía... la calidad de vida es mucho peor. Tanto si tienes un proyecto sólido como si estás empezando, es genial, pero resulta muy difícil poder mantener un alquiler».

Constata el peso de las redes sociales —«son el principal escaparate y te mantienen al día de lo que nuevo, de lo que va haciendo la gente»—, pero si puede elegir prefiere «el contacto real, hablar con la gente, cultivarte, es lo más enriquecedor y muy necesario para cuestionarte las cosas». De vez en cuando se escapa a la urbe, aunque sostiene que «la red que creas en el rural es muchísimo más sólida, funciona mucho el boca a boca». «Das clases de pintura y eres la única, para la gente eres especial», apunta.

Crear vínculos de verdad

«En el campo vive muchísima menos gente y, por tanto, es muchísimo más complicado llegar a la gente y sacar adelante una actividad», corrobora Martina Beceiro, ferrolana de 35 años que se licenció en Derecho y trabajó durante una década en un despacho en Santiago. Eso sí, reitera en línea con Escrigas, «hay muchísima menos gente, pero es mucho más fiel y resulta más sencillo crear vínculos de verdad... menos cantidad y más calidad».

Hace ya casi cuatro años que aparcó la abogacía, cansada de «conflictos, gente muy ansiosa, un sistema que no responde a ese ritmo y cambios legislativos continuos en el ámbito laboral [su especialidad]». Antes de dejar el despacho, se formó en la Escola Superior de Arte e Deseño Ramón Falcón, en Lugo. El ciclo formativo de Cerámica Artística le abrió la puerta a un mundo ajeno a las prisas y el estrés, y ella y su pareja, deseosos de vivir en el rural, compraron una casa en O Porto do Cabo (Vilarrube, Valdoviño), donde montó su taller de alfarería, Mai Estudios Cerámica. En esta pequeña aldea, explica, «vives a otro ritmo, es lo que te cuentan pero de verdad, las horas se gastan de otra forma, te obliga a ir con calma, porque aquí todo lleva más tiempo, es otra forma de vivir». «Salir de casa, dar un paseo, desconectar y reconectar, respirar... en mi caso, voy al río», describe. De algún modo ha sido una vuelta —«siempre viví la aldea, con las vacas... todos los veranos»— y en ese entorno encuentra la inspiración. «Es lo mejor, porque yo trabajo con moldes de plantas y flores, es lo que tiene sentido aquí, sales, miras, observas... todas las formas orgánicas... no tienes ideas y das un paseo y te vienen», insiste, sin idealizar.

Igual que le ocurre a Escrigas, Beceiro se apoya en las redes sociales: «Estar conectada siempre te ayuda, exponer tu trabajo y que llegue a un restaurante de Santiago que te pide unos cuencos... porque a los vecinos y a las empresas locales te puedes acercar ya directamente, pero más lejos no. Tú sola no haces nada, las redes son el soporte. Hoy no puedes prescindir de esa herramienta, porque aquí no tienes un cartel en la puerta que vaya a ver mucha gente que pasa...». «En la ciudad, ese cartel atrae a muchísima gente, pero no acaba creando red», sostiene Escrigas. Van de paso.

Optar por una vida en un entorno rural no significa querer aislarse. Carmen Blanco (Ferrol, 62 años) busca la soledad para escribir, pero no pretende desconectarse del mundo. «Ahora mismo, aunque sea en el medio del monte, tenemos internet, es imposible vivir al margen de la red, ni yo quiero aislarme tanto, es una soledad buscada, de la que puedes salir», reflexiona. Licenciada en Derecho, profesión que ejerció en Santiago, Madrid y Sevilla, regresó a Galicia, donde se formó y donde desarrolla su faceta de actriz, que compagina con la de tabernera, al frente de la Taberna de Caaveiro, en el corazón de las Fragas do Eume. Y ahora también con su carrera literaria, con un exitoso debut. Gorriones y Halcones. El viento en la piedra, la novela que inaugura una trilogía y que ya va por la quinta edición (el 4 de noviembre se presenta la edición en gallego, en la Fundación Abanca de A Coruña).

Vive a caballo entre la ciudad herculina y Queixeiro, en Monfero, al pie del parque natural, en la casa que en su día perteneció a sus abuelos paternos, donde ha escrito, al pie de la lumbre, las 736 páginas que narran los acontecimientos que desataron la Revolta Irmandiña. «Este lugar es una fuente de inspiración, paz, tranquilidad y concentración. Aquí soy capaz de escribir muchísimas más horas, y las interrupciones son para dar un paseo con el perro por el medio del monte, y eso te ayuda a solucionar los atrancos, es una libertad total», opina.

Allí, en la vivienda familiar, pasó mucho tiempo de niña: «Hasta los cinco años no tuve hermanos y ya entonces me sobraba imaginación, estaban las gallinas, los conejos y las vacas, y yo inventaba mis juegos... tampoco había televisión». Durante el proceso de escritura (ya está con la segunda parte), se refugia en el bosque. «En la primera, en muchos momentos pensé que no era capaz de seguir y me preguntaba cómo me había metido en ese jardín, y allí conseguía salir del embrollo y avanzar», cuenta. Recordaba la frase que le había dicho el editor después de leer las primeras 50 páginas, las únicas que tenía escritas: «Si sigues así, la publico».

Reconectar con las raíces

Así, «con una labor de pico y pala, sachando todos los días», cuidando las gallinas, los perros y el gato, y tras recorrer cada escenario que recrea en la ficción, logró acabar una obra que atrapa desde los dos primeros capítulos, los que envió a Ediciones del Viento sin imaginarse la respuesta y mucho menos la reacción de lectores y críticos. «En mis momentos de apuro voy a Monfero, como cuando volví de Sevilla. Necesitaba una desconexión de todo, y reconectar con mis raíces».

A Cristian F. Caruncho (Couzadoiro, Ortigueira, 1997) le gusta «ir saudando á xente» y ese espíritu de comunidad que se respira en su parroquia, que tiene algo de torre de Babel. Estudió en A Coruña, Pontevedra y Valencia, y también ha vivido en Santiago. «Pero gústame estar aquí, e por temporadas, ir a outros lados. Na vida adulta gustaríame instalarme en Couzadoiro. O meu traballo é debuxar cómics, dar charlas en colexios e institutos... collo o coche e vou, igual que cando teño unha reunión de traballo», dice. No ve limitaciones. «E inspírome nas historias que vexo arredor». En Grandarroiba, su primera obra larga, la aldea se hizo cómic; Saínza, a punkiereteira, la protagonista y el título del relato de María Canosa que ilustró, también es una adolescente de aldea; y O día de San Martiño lo define como «un western dos pocos bravos», que le valió, en 2023, el Premio Castelao de Banda Deseñada, de la Diputación de A Coruña (se presentará en noviembre).

Ve oportunidades que tal vez no existen en una ciudad: «Nun sitio pequeno é máis fácil destacar e ter unha relación de proximidade cos clientes (para encargos) e os lectores. Tiven máis xente nunha presentación en Arroxo, unha aldea de Lourenzá, que en Ourense, e os que van están interesadísimos, porque é a actividade que hai, e están agradecidos». Echa de menos las reuniones con amigos dibujantes: «Intento ir de vez en cando e quedar con eles, antigos compañeiros. Tamén me gusta que veñan aquí, e gustaríame nun futuro facer algún tipo de residencia artística na miña casa, converter o rural no centro».

Sabela Cagiao, escritora de Narón: «Mi abuelo no sabía leer, aprendió con los nietos y después devoraba libros»

«Soy de las pocas personas que no se mudó de casa desde que nació», cuenta Sabela Cagiao (O Couto, Narón, 1974). Más que escritora, se define como «rata de biblioteca», una pasión heredada de su abuelo, que, paradójicamente, «no sabía leer». Al menos hasta que sus nietos (Sabela es la mayor) le enseñaron y se convirtió «en un devorador de libros». Una cosa es escribir y otra publicar. De la segunda, la responsable es su hija: «Cuando se fue a estudiar a la universidad a Salamanca me habló de los papeles que tenía en el cajón... todo escrito con papel y boli (la forma que me inspira), y presentó una de las historias a un concurso».

Aquel texto fue el germen de la primera parte de la trilogía Gomets (por las pegatinas autoadhesivas que se emplean como material didáctico), una novela romántica ambientada en una leyenda que habla sobre la existencia de unos túneles entre O Couto y Neda, por debajo del monasterio.

La editorial madrileña Diversidad Literaria fue la que le propuso la trilogía. Pero en la tercera parte optó por la autoedición: «Para que pudiera corregirlo mi hija, que estudió Filología Italiana, y para poder diseñar yo la portada. Con las ganancias del primero y el segundo logré que me saliera gratis el tercero».

Del primero, utilizado por algunos lectores como guía de viaje, se vendieron 700 ejemplares —«fue una sorpresa», reconoce—, todo en librerías locales, una apuesta personal de la autora. Y de una de las presentaciones surgió la idea que dio pie a crear la Asociación de Escritores de Ferrolterra (Adef) —de la que es directiva—, de la mano de Juan José Lada o Isabel Ramos.

«Nos juntamos para ayudarnos unos a otros. No es solo por los libros, sino por compartir un tiempo de charla, somos la familia Adef. La idea inicial era de cuatro amigos que se leían los textos unos de otros, para corregirlos... los lectores beta, antes de publicar nada se lo pasas para ver qué puedes mejorar, también a nivel editorial, uno maquetaba, otro corregía las faltas... y así evitábamos los gastos de ilustrador y de corrector», explica. Ahora son 15, que residen entre Ferrol, Narón, Pontedeume y Mugardos.

«Somos amigos y quedamos dos veces al mes para tomar chocolate con churros [risas], pertenecemos a varios clubes de lectura y nos viene bien para aconsejarnos lecturas de otros escritores de los que podemos aprender», subraya Sabela, que ha trabajado de dependienta, cocinera o en un almacén. Y que no imagina su vida ni su obra literaria lejos del campo.